miércoles, 10 de febrero de 2010

Mujeres


Laura. Tal vez Silvana o Romina. O mejor aún: María más algún otro nombre. No sé…, pero sus ojos me apabullaron de tal manera que no podía pensar. Y tampoco podía dejar de mirarla. Sus manos valseaban en el aire mientras hablaba con sus amigas, y parecía que dibujaba las más bellas figuras. Me encantaba ver como tomaba la copa de vino y cada tanto daba un sorbo, y volvía a apoyarla en la mesa. Entre tanto sonreía. No paraba de sonreír. Yo tampoco.
En mis veintisiete años había recorrido todas las calles y esquinas de la zona sur. Avellaneda, Adrogué, Lanús, Quilmes y todos los demás barrios. Conocía cada uno de ellos como las baldozas del fondo de mí casa; y doy mi palabra de honor: no la había visto en la perra vida. Encima las dudas me carcomían el estómago. No sabía qué decirle, ni en qué momento hacerlo. Pensé en ir hasta la mesa y declararle mi amor, contarle todo lo que sentía por ella. Pero no, sería demasiado chocante. Muy fuerte para una chica como ella. Pero si no lo hacía, me quedaría mal; tal vez para siempre. Ahora, las dudas llegaban y se instalaban en mi cabeza.
De pronto un tipo la tomó del brazo y la arrastró hacia la puerta de calle. Era Marcelo, lo reconocí al instante. ¿Ella sería una de sus tantas chicas? ¿Estaría casada con él? ¿Tendrían hijos? Entre gritos y forcejeos, el huracán me llevó hacia fuera con ellos, pero ninguno de los dos distinguió mi presencia. Me aparté unos metros entre los árboles y crucé la calle. Detrás de una camioneta F100 un poco destartalada, encontré el lugar ideal para observar aquél cuadro.
No podía oír bien, pero cada palabra parecía cargada de una rara mezcla de odio y tristeza. En la oscuridad nocturna, la luz de los faros hacía brillar las hojas de los paraísos, y generaban las sombras en donde podía esconderme. Aquel reflejo dejó ver de qué manera las mejillas de ella se iban llenando de lágrimas, y sentí como el dolor me atrapó a mí también. Toda la fragilidad que pueda imaginarse, se había reposado en su mirada, y sin decir una sola palabra, simplemente escuchaba los reproches.
Los gritos concluyeron en seco y ella, sin más, volvió a entrar al bar. Después de unos segundos, el llanto de él rompió el silencio de la noche. Sus ojos tapados por la palma de su mano derecha escondían vergüenza y humillación. Es sorprendente ver llorar a un hombre como él. Nunca lo había visto en ése estado. Poco a poco empezó a caminar hacia la avenida Mitre. Dudé en seguirlo y hablar con él; o volver a entrar, buscarla y jugar mi última baraja.
Hace tres meses que conozco a Marcelo. En la fiesta de cumpleaños de Sol, mi mejor amiga, nos habíamos puesto a charlar casi por casualidad. Nos reímos mucho toda la noche, y cuando la fiesta estaba cayendo por peso propio, se ofreció a llevarme a mi casa. No sabía mucho de su vida, ni de su familia. Parecía un tipo de pocas palabras, duro y reacio, pero pensé que tal vez sería falta de confianza, algo que con el tiempo seguramente se revertiría. Igualmente nos hicimos amigos, y cada tanto íbamos al cine juntos. Lo que no me esperaba era que se desplomara de esa manera. Llorando como un nene desconsolado. Pero las sorpresas esta noche estaban de parabienes. Y yo descubriéndolas.
Miré y vi que estaba lejos. Sintiendo en la cara un aire fresco que empezaba a soplar, me apresuré un poco, cosa de no perderlo, y lo alcancé antes que llegara a la Avenida Mitre.
-Marcelo, esperame-le grité a cinco o diez metros.
Al verme, sus ojos lo delataron por completo.
-Ana, ¿Qué haces acá?-preguntó sorprendido y empezando a ponerse colorado siguió-.¿Dónde estabas?
-¿Quién es la rubia?-increpé, mirándolo fijo.
Colocó su vista en el piso de la vereda buscando explicación.
-¿Por qué llorás?-le pregunté apurándolo.
-Es mi hermana-sollozando-, la saqué de éste antro de....
Se detuvo, como si necesitara pensar un poco más lo que iba a decir.
-¿De dónde?, ¿De ése bar?-seguí.
-Sí, está lleno de lesbianas. Me dijo que era la primera vez que venía, la invitaron unas compañeras de la oficina. Viste como son esas minas. Por supuesto no le creí, y se fue ofendida -me dijo convencido; y yo hice silencio, también ofendida.
-Mañana después de almorzar voy a hablar con ella. Mejor que no se enteren los viejos, sino se va armar una -concluyó natural, cuadradito y tan obvio.
Lo abrazé y lo convencí para que se vaya tranquilo a descansar. Me ofreció llevarme a casa.
-Adentro del bar me esperan unas amigas y no quiero que se preocupen-negándome con la cabeza.
Me miró perplejo. Le di un beso en la mejilla y me alejé. Al cruzar la puerta del bar sabía que una relación había terminado, y deseaba con todo mi anhelo, que una nueva comience ya mismo. Entré y la busqué desesperadamente con la mirada. Estaba pidiendo algo en la barra. Me acerqué y le pregunté el nombre.
-Laura, ¿y vos?- me contestó sonriendo.
CÉSAR EDERY

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