lunes, 5 de abril de 2010

El último disparo



Había prometido que sería la última bala que dispararía. Raúl necesitaba volver al negocio por única vez, y volverse a escapar de él. Había traicionado a todos sus contactos. A unos los había matado por una guita grande. Al resto los había delatado para salir de la tumba, y escapar al exterior. De su familia se había desentendido por completo. A su mujer y a sus hijos nos los veía hace bastante. Pongamos 10 años, pero pueden ser muchos más. Hoy volvía con su promesa, pero las cosas no saldrían como él las esperaba.
Le faltaban tres cuadras para llegar a la dirección que estaba escrita con tinta roja en un diminuto papel bien guardado en su bolsillo derecho del pantalón. No le hacía falta volver a sacarlo, se la había aprendido de memoria de tanto mirarlo. Caminaba sin detenerse por esas calles oscuras que le recordaban su pasado. En un momento se dio cuenta que le temblaban las manos y las piernas, pero no hacía frío. Eso también le recordaba a otros momentos de su vida, al instante previo a matar. Los nervios que anteceden a la muerte, ya sea propia o ajena.
La primera vez que mató a alguien fue antes de cumplir los veinte años. Las manos húmedas, la boca seca y los ojos cerrados se iluminaron con el fusilamiento a quemarropa. Esa noche, en la soledad de su cama, no podía parar de llorar y recordar la cara del muerto. El segundo y el tercero ya no le costaron tanto. Después, era como algo más del negocio, una necesidad para conseguir poder y escalar posiciones.
Al llegar a la puerta del edificio, sacó un manojo de llaves, y eligió la que parecía ser de calle. Acertó, y lo tomó como un buen augurio. Dentro del ascensor apretó el botón del séptimo y se miró en el espejo. No le gustó lo que vio. Ni su cara demacrada por el paso del tiempo, ni volverse a ver en esa situación de asesino. Pero sabía que sería sólo esta vez. “Nuca más” resonaba dentro de su cabeza una y otra vez.
Tiempo después de estar en el negocio, la conoció a Romina, se enamoró y se fueron a vivir juntos a la zona sur de la provincia de Buenos Aires. Un año más tarde se casarían, y nacería Pablo. Dos años después, las mellizas: Adriana y Nidia. Igualmente él siguió con sus tareas unos cuantos años más. Llegó a ser el segundo del capanga de Lomas y ya no mataba a nadie. Sólo acataba y daba órdenes, y lo más importante: contaba y dividía la guita. Él siempre se quedaba con una buena parte de la torta. Hasta que un día le ofrecieron algo parecido al dinero de seis meses, pero todo junto, en la mano, y con sólo un trabajo. Lo tenía que hacer solo. Ni el capanga ni sus aliados se tenían que enterar. Aceptó. Lo que no sabía es que se encontraría con algunos de sus compañeros en pleno asalto. Y mucho menos, que mataría a tres de ellos para llevarse el botín. La policía lo agarró tres horas más tarde y 250 kilómetros al sur de la provincia de Buenos Aires, cerca de Azul. Pasó un par de noches adentro, y en la indagatoria, arregló su salida. Contó todo. Marcó a cada uno de los elementos de la pirámide mafiosa y atestiguó sobre asaltos importantes. También confesó ser testigo de asesinatos ligados a la merca, saunas y disputas del poder político de los últimos años. Su jefe y todos sus compañeros caerían en cana un par de días después. Veinticuatro horas más tarde, él estaba en otra ciudad, en el oeste Brasileño. Así pasó los próximos años de su vida. Un tiempo en Ecuador, otro más en Colombia, y otro tanto en Paraguay. Hasta que decidió regresar.
Le pasaron el dato que en el domicilio no habría nadie hasta después de la medianoche. Recorrió el pasillo que lo llevaba hacia el departamento “C” con un paso lento y cadencioso. Volvió a sacar el manojo de llaves del pantalón, y metió una de las tres que quedaban. Esta vez no acertó. Cuando intentaba con la segunda, algo lo estremeció. El corazón empezó a galopar como un potrillo suelto, y las manos se le empaparon de repente. Esperó en silencio, con la llave todavía dentro de la cerradura. Al escuchar nuevamente el “¿Quién carajo es?”, que alguien escupía de adentro del departamento, supo que las cosas no serían como el las había imaginado.
Cuando volvió al país del exilio obligado, se contactó con uno de sus conocidos. Había sido un acérrimo enemigo en sus años de plomo, pero hoy estaba ligado al poder político del Oeste Bonaerense, y era el único que había contestado sus llamados. El trabajito era sencillo y directo: asesinar a un pendejo, “el Nene” lo llamaban, que estaba acaparando toda la venta de droga desde Caseros hasta Palomar. Le dio un papelito con la dirección, unas llaves y un sobre con el 50% de lo acordado. Antes de irse, le pidió que se asegurara de matarlo. “Sino, ni vuelvas por acá, porque te mato yo mismo”, le dijo sin dejarlo pensar.
-¿Nene?- respondió Raúl desde el pasillo. El silencio esta vez duró una eternidad, pero escuchó como cargaban un arma, y se alejo un poco de la puerta. -¿Quién sos? ¿Quién te dio la llave?- retrucaron desde el interior. Ahí se le acabaron las respuestas, y se preparó para lo peor.
En estos más de diez años no había visto ni a su mujer ni a sus tres hijos. En los primeros meses en el exterior, llamaba para los cumpleaños y para las fiestas, pero después de algunos reclamos de Romina para que la ayude a mantener a los chicos, Raúl decidió no llamar más. La última vez que vio a sus hijos, Pablo tendría unos cinco años, y las melli estaban por cumplir los tres. Del varón recordaba su mirada traviesa. De las chicas, sus sonrisas mágicas. En sus años en Ecuador conoció a otra mujer, vivieron juntos un tiempo; pero cuando se enteró que estaba embarazada, se escapó a Colombia y nunca más pregunto por ella.
El primer disparo lo sobresaltó, y rápidamente se escondió detrás de una columna. Después del tercero hubo un largo silencio, entonces Raúl con un gran movimiento y velocidad disparó dos veces sobre la cerradura, y pateo la puerta. Se quedó por unos segundos detrás del marco esquivando la balacera. Cuando podía metía la mano con el fierro y disparaba, no importaba donde, pero disparaba. Cuando cargaba con balas su revolver, se dio cuenta del silencio. Ya no había disparos ni movimiento en el interior. También sintió sus manos húmedas, pero se levanto y volvió a disparar un tiro hacia adentro por las dudas. Nada. Entonces se decidió a entrar. En la oscuridad del departamento, en una esquina alejada a la puerta divisó un cuerpo tirado. Apuntándolo se fue acercando, aunque vio que no tenía ningún arma en las manos y sangraba de manera espeluznante. El tipo del piso todavía jadeaba y estaba con los ojos abiertos, mirándolo fijamente desde la negrura de la noche. Raúl frente a él le preguntó ¿Sos el Nene? Entre respiraciones ahogadas escucho “Si, ¿Y vos quién sos?” Dos tiros, uno en el estómago y otro en el pecho terminaron con el jadeo incesante.
Antes de irse, Raúl prendió un velador. Le dio curiosidad el rostro de “El Nene”, pero cuando se iluminó parte de ese denso ambiente, el retrato que estaba a la derecha del velador le mostró algo impensado: la foto típica de la luna de miel, con una montaña nevada, un acaudalado río de fondo y una pareja abrazada sonriendo a la cámara. Hasta ahí, nada raro; salvo que Romina y él, eran los recién casados. Amplió su visión y encontró la sombra de otro retrato. Agarró el velador y apuntó en su dirección. En esta foto se sumaban Adriana, Nidia y Pablo. En un segundo su cabeza pasó de la incertidumbre a la desesperación. Con el velador todavía en su mano, se acercó al cuerpo tirado a un par de metros, e iluminó esperando lo que intuía, lo peor. Los ojos de un Pablo ya muerto, y los de él todavía secos pero con ganas de estallar; lo decían todo. Escuchó voces en el pasillo y escapó hacia el ascensor. Cerró las 2 puertas tijera y apretó el botón de la Planta Baja. El fogonazo iluminó el cuarto y parte del quinto piso. Cuando el ascensor se detuvo en la planta baja, todo permaneció intacto. Salvo el casquillo inquieto que rodaba por el cuerpo aún caliente de Raúl, y la sangre; que no dejaba de fluir desde su parietal izquierdo, recorriendo sus ojos abiertos y sus dientes apretados.
CESAR EDERY