Un viaje, dos sentidos
Recordar
Perros y gatos
-María
Belén Peralta Ramos
Espero
llegar a horario esta vez. Siempre llego tarde. Pero es el tránsito.
¡Si yo salgo temprano…! Es que esta ciudad está llena
de trapitos y limpiavidrios y piquetes y todo tipo de gente que
molesta y no tiene respeto por los demás.
Ahí
hay unos pibes haciendo malabares.
No
tienen vergüenza, ¿por qué no van a trabajar?
Claro, como ahora cobran sin hacer nada… les pagan por ser vagos.
¿Cómo va a funcionar un país de esa manera?
No
tienen respeto. ¡No tienen vergüenza!
Tengo
que tomar por otra calle porque escuché que hay una
manifestación de unos trabajadores de no sé qué.
Menos
mal que a Ramona me la trajeron de Paraguay, que acá no tiene
papeles ni derechos, porque de otra manera, la tendría
haciéndome problemas por aguinaldo, obra social y todas esas
cosas que piden. Hasta son capaces de hacerte un paro estos... Si no
tienen vergüenza…
¿Qué
hago yo sin Ramona? Tendría que ocuparme del bebé, de
la casa, de las compras. No me quedaría tiempo para nada
importante. Además el bebé conmigo no come y me cuesta
una vida que se duerma. No, la verdad, lo bien que hicimos en traerla
de Paraguay.
¡Este
colectivero se cree el dueño de la calle! y sí, ahora
resulta que tienen prioridad y carriles exclusivos, ellos, los del
transporte público.
¡Carajo!
Ya estoy retrasada, si llego muy tarde Teresita empieza a atender a
otra clienta y me tiene que hacer el color Carmen. Yo prefiero a
Teresita, tiene más clase, es más fina.
El
semáforo. Esta esquina es de terror con el semáforo.
No,
mi amor, no me limpies el vidrio que me lo acaban de lavar. No, no
tengo nada.
Siempre
lo mismo con estos trapitos. ¡No tienen vergüenza!
Ramona,
¿se durmió el bebé?
A
esta que no se la ocurra la loca idea de querer ir a visitar a su
familia ahora para las fiestas, porque no sé qué hago.
Son capaces. Son capaces de cualquier cosa. Con lo que le pago y
además le doy techo y comida. Agradecida debería estar,
si en su país se estaría muriendo de hambre… Pero son
capaces de cualquier cosa, si no tienen vergüenza…
Ramona,
ahora entramos a la peluquería, que vean al bebé,
después te lo llevás a la placita, ¿sabés?
El pediatra dijo que tiene que tomar sol.
¿Y
este tipo? ¿Me quiere cuidar el auto por una propina? ¿Hasta
dónde vamos a llegar?
¡¡No
tienen vergüenza!!
-Ramona
¿Otra
vez a la peluquería? ¿No fue hace tres días?
¡Ah! Debe tener otra fiesta.
Qué
hermoso Maxi, se está quedando dormido con el movimiento del
auto. Está grande y cada día más lindo.
No
sé para qué tenemos que acompañarla, será
que quiere que las amigas vean a Maxi.
Pero
yo tengo tantas cosas que hacer… debería estar limpiando y
planchando y preparando la cena para esta noche, que tienen
invitados.
¡Ah!
Unos chicos haciendo malabares… ¡Qué lindo, no se les
caen las pelotitas! Me recuerdan a mi Juancito… Cómo lo
extraño… Ojalá la señora me dé permiso
para ir a visitarlo en Navidad. Qué falta que me hace…
Sí,
seguro me va a dar el permiso, ella también es madre.
¿Por
qué tomará por esta calle? Sí, ahora me acuerdo,
es por la manifestación en repudio al desalojo de cincuenta
familias de unos terrenos municipales, pobres… los sacaron a
palazos.
Yo
dentro de todo tengo suerte. Tengo techo, tengo comida, tengo
trabajo. Pero cómo extraño a mi Juancito…
¡Ay,
qué susto ese colectivo!
La
señora se olvidó que este es el carril de los
colectivos. Pobre, debe estar preocupada por algo.
¡Un
limpiavidrios! Es tan jovencito, debe tener la edad de mi Juancito…
Mi
Juancito… Ojalá allá los patrones los están
tratando bien.
Sí,
señora, está dormidito, como un angelito.
Ahí
está Don Evaristo, pobre, vive en la calle desde que lo
despidieron de la fábrica. Con sesenta y ocho años
cuida autos para sobrevivir. Y sí, seguro, la señora le
da algo...
PAULA DI CROCE
Recordar
Mariano miraba el piso. Sentado en
su silla de todos los martes, miraba la alfombra corroída de
la sala de terapia de la Clínica Sur, y no quería
levantar la cabeza. Hoy no tenía ganas de hablar, y menos de
dar explicaciones. “Recordá, recordá y vas a
entender” le decían; “recordá y vamos a poder
explicarte mejor” lo apuraban los doctores Levy y Ramirez todas las
semanas. Hoy no tenía ganas.
Aproximadamente unos veinte minutos
más tarde, en un vacío que percibió en el aire, Mariano
levantó la cabeza y recorrió la habitación. La
luz matutina entraba desde ambos ventanales que daban al noreste de
la casona, y el reflejo pegaba en la pared blanca y sobre algunos
cuadros que estaban frente a él. Jorge Levy y Manuel Ramirez
charlaban y anotaban cosas en sus cuadernos, pero al ver el
movimiento de Mariano, ambos giraron sus cabezas y le prestaron
atención unos instantes. Levy lo increpó: “¿Y
Mariano, querés contarnos algo…?”. No les contestó
y siguió recorriendo el ambiente con su mirada.
A la izquierda de Ramirez, Mariano
miraba por momentos a Sofía, una chica de unos 23 o 25 años.
En cada sesión aparecía con algún nuevo golpe o
marca en su cuerpo. De lo único que hablaba en las sesiones era de su
novio, de cuanto lo quería y de cuánto la maltrataba.
Al lado de ella estaba la pareja de ancianos de siempre, de unos
setenta y pico de años cada uno. A Mariano lo aburrían
bastante los viejos, siempre con sus conversaciones y sus culpas,
discutiendo entre ellos y pidiéndole explicaciones a los doctores.
Mas a la izquierda estaba la otra pareja, o eso es lo que Mariano
creía. Entraban y se iban de la terapia juntos, siempre se
sentaban uno al lado del otro, y alguna vez los había visto
contarse cosas al oido y reirse. No recordaba muy bien si los había
visto besarse. Por lo menos en la clínica no, pero podía
llegar a imaginarlos. Por ultimo, y cerrando el círculo de
sillas que miraban a los doctores, había un nene. Casi nunca
hablaba, y tampoco interactuaba con el resto. Levy era el que mas
insistía en su caso preguntándo sobre sus padres y
sus hermanos, pero el chico nunca respondía. Mariano solamente lo había escuchado
contestar dos veces. Una vez a Ramirez, al principio de la terapia.
Y la segunda a él mismo.
La Clínica Sur era un centro
de rehabilitación que estaba alejado de la ciudad. Los
pacientes podían tener sesiones todos los días o una
vez por semana, según el caso particular de cada uno. Pero
nunca interrumpían un tratamiento, por duradero o dificil que
éste sea. Tampoco se modificaban los profesionales de cada
paciente. Ésto a Mariano le molestaba mucho, básicamente
porque estaba cansado de dar los mismos discursos y las mismas
explicaciones a Ramirez y a Levy. Y también le molestaba
escuchar a sus compañeros de terapia. Hubo días en que
llegó a sofocarse, a sentirse aturdido, y tuvo que abandonar
la sala para ir a tomar aire a los pasillos que miran al patio
central de la casona.
Los ancianos le producían
cansancio mental, mucho más del que ya tenía antes de
comenzar cada sesión. Lo agotaban las eternas discusiones sin
sentido, los reproches del pasado, el desplante a los doctores. La
extraña pareja también, pero de manera muy diferente. A
Mariano le parecían raros, con cierto morbo y hasta perversos.
Siempre le había llamado la atención las extrañas
cicatrices que ella tenía en sus brazos. En una de sus muñecas
habían rastros de algún intento de suicidio. No sabía
qué pensar de ellos, pero algo los unía con el, no
sabía bien qué era. Podían llegar a estar
monologando por tiempo indefinido, intercalándose en el
discurso. Se complementaban verdaderamente bien, hasta parecían
una misma y única persona.
Despues estaba la chica. Sentía
mucha ambigüedad con ella. No soportaba sus llantos
desconsolados, sus marcas en el rostro y su tristeza permanente; pero
no podía dejar de observarla. Había algo en ella que le
atraía. Su sensualidad y su debilidad se apreciaban en sus
movimientos y también en sus palabras. Eso le gustaba, pero a
la vez lo enfurecía. No podía entenderla. Y por último
estaba el niño. No lograba captar su personalidad. No sabía
porqué estaba compartiendo terapia con un chico de casi 10
años. No entendía la lógica de juntar a todas esas
personas en ésa habitación, en ese grupo. ¿Para
qué compartir sus historias, sus vidas?
Mariano nunca podrá olvidar el
cruce que tuvo con aquel chico -por lo revelador y movilizante-, cuando en
medio de un diálogo entre Levy y Ramirez, el chico comenzó
a mirarlo y logró incomodarlo. Mariano miraba al chico y a los
doctores totalmente desorientado. Volvió a enfocar en el niño
que no le quitaba los ojos de encima y al reposar en los doctores,
estos también lo observaban con cierta levedad. Hasta que
Ramirez recayó en lo de siempre: “¿Qué pasa
Mariano? ¿Viste algo?”. Sin que pase ni un segundo, le
pareció escuchar que el chico susurraba en dirección al
profesional: “Parece mentira. ¿No te das cuenta que no
ayudas a nadie asi? ¿Por qué en lugar de conversar
tanto y hacer garabatos en el cuaderno no relees la historia
clínica?”
Mariano había quedado
totalmente sorprendido con esas palabras que escuchó y miró
a Ramirez. Éste también volvía su mirada hacia
Mariano, y moviendo la cabeza de un lado al otro lo increpó
nuevamente: “Mirame. Mariano, mírame a mi ¿Vas a
recordar?” Refregándose los ojos, y tapándose la cara
con la palma de sus manos, Mariano pasó algunos segundos
intentado pensar. Sentía el murmullo de la sala que comenzaba
a aturdirlo, y decidió hablar; pero cuando levantó la
cabeza el niño seguía observándolo. “Y vos -en
dirección a Mariano- ¿qué mirás con esa
cara de víctima? ¿No te das cuenta que las respuestas
están acá adentro? Pensá un poquito, hacé
el esfuerzo de recordar. Mirá a tu alrededor y recordá.
Si lo hacés todo va a terminar” sentenció el pequeño,
mientras levantaba su remera dejando ver su torso repleto de
lastimaduras y moretones. Después de observar cada una de las
marcas, se dio cuenta que las heridas del niño eran sus
propias marcas de la niñez. Mientras el aire se hacía
espeso y el ambiente se tornaba cada vez más oscuro, Mariano
intentaba repasar las miradas de los presentes en la sala y sentía
que lo que él creía cicatrizado todavía estaba
abierto, sin cerrar del todo, todavía latiendo en su interior.
Mariano volvía a cerrar sus ojos.
La tormenta mental habrá
durado algunos segundos, pero en un momento terminó. El
silencio se apoderó de aquella pulcra y esteril habitación.
Al levantar la cabeza que enfocaba en el piso, Levy y Ramirez seguían
frente a él, observándolo; pero el resto de las sillas
estaban vacías. No había nadie más que ellos
tres. No había ancianos, ni pareja extraña, ni chica
golpeada ni el niño que lo conflictuaba. No había
grupo, no había otros. Sólo él, su mente y los
analistas.
Y el vacío aquel, logró
aclarar ciertas ideas y empezó a acomodar los pensamientos.
Como si las palabras del pequeño -o tal vez aquellas marcas
horribles- lo hubieran golpeado como una maza en el medio de su
frente, de repente empezó a recordar situaciones de su pasado.
Una serie de imágenes circulaban en su cabeza, en donde él
era el protagonista absoluto, conociendo paisajes y lugares,
recordando anécdotas tal cual iban ocurriendo. Pero llegó
un instante en donde algunas caras empezaron a resultarle conocidas.
Y eso lo incomodó de inmediato, comenzó a transpirar y
a cerrar sus ojos para intentar no ver lo que estaba recordando.
Imágenes familiares típicas,
la escuela, el campo deportivo, su habitación; en donde él
era el niño de la sala. Se vió adolescente, besando a
la chica golpeada de la terapia; la vió reir y bailar junto a
él en sus pensamientos. También la vió llorar en
un rincón de alguna habitación. Luego apareció
la pareja de ancianos, pero en diferentes etapas. Los vió mas
jovenes dentro de su hogar, y también los recordó en su
fiesta de graduación. Y en aquella fiesta apareció la
imagen de la chica que formaba la extraña pareja de la sesión.
Lo abrazó con fuerza y corrió hacía la pareja de
ancianos. Su vida estaba pasando delante de sus ojos al recordar.
Pero lo peor estaba por llegar. Y el paso de cada segundo, de cada
minuto, significaba entender.
Luego de esas primeras imagenes,
empezó a recordarse en situaciones que lo espantaron. Se vió
de niño, siendo golpeado por aquel anciano -en realidad su
padre-; mientras su madre lloraba en silencio en otra habitación.
También recordó a su hermana -la chica de la extraña
pareja-, dandolé un beso apasionado. Y ahí mismo se
recordó como el joven que formaba aquella dupla de terapia;
gritando, discutiendo y llorando junto a ella. Luego la vió
muerta en el piso del baño de la casa de sus padres, con las
venas abiertas y el piso totalmente ensangrentado.
En otras imágenes se
encontraba solo, vagando por algunos suburbios con personas extrañas,
aspirando cocaina y tirado en alguna esquina perdida de la ciudad. En
medio de esos recuerdos también aparecia la joven golpeada de
la terapia, discutiendo y gritando junto él, en medio de
calles oscuras. Ella lo insultaba y el la golpeaba desmesuradamente.
La había dejado tirada unas cuantas veces en esos pensamientos
que ya comenzaban a inquietarlo. Sus ojos abiertos no permitian ver
nada. Su mente estaba fuera de control, como tantas otras veces, pero
ahora había podido recordar. Hoy había podido entender
su presente a raíz de repensar su pasado.
La inyección cruzó su
piel y el líquido empezó a correr por sus venas. Levy y
Ramirez lo recostaron en la camilla y lo trasladaron por el pasillo
de la clínica a su habitación. Lo acomodaron en su cama
y se alejaron, cerrando la puerta con la cerradura doble habitual. El
blanco de las paredes se cortaba con el cuero que aprisionaba sus
muñecas y tobillos. Así permanecería por varias
horas ésa tarde y toda la noche; pero aquel día no
había sido como el resto. Y seguramente los que estaban por
llegar tampoco sería iguales a los que había dejado
atrás. Esa noche, mirando por la pequeña ventana que
daba al patio central, esperó con ansias que lleguen las
primeras luces del alba. Quería volver a recordar.
CÉSAR EDERY
Perros y gatos
Es extraño, pero
una vez que te das cuenta, se aclaran varias cosas. Y además
te parece que es una verdad que estuvo siempre frente a tus narices,
pero nunca te habías dado cuenta. Sólo basta con
caminar las calles de cualquier ciudad y tan sólo observar,
levantar los ojos del piso, y enfrentar la realidad.
Las personas en
situación de calle, los indigentes, los cirujas, los crotos -o
cómo más te guste llamarlos- tienen una particularidad
específica: las mujeres se rodean de gatos y los hombres, de
algún que otro perro. Es así, no hay medias tintas. No
recuerdo haber visto alguna vez un hombre -en ésa situación
particular- con un felino como acompañante. Y a una mujer
tampoco la asocio con un perrucho. Es raro, y nos obliga a pensar y a
recordar, pero la línea de pensamiento va en esa dirección.
Y la explicación también puede llegar a dificultarse,
pero podría sintetizarse –de manera simplista, bárbara
y hasta apresurada- de la siguiente forma:
Las mujeres eligen la
compañía franelera y mimosa de los gatos, a pesar de que ésa
relación sea momentánea y distante, y aunque ésa
compañía felina se distancie y no necesite realmente
del afecto humano para sobrellevar sus días. En contrapartida,
los hombres y los perros se acercan y crean otro tipo de relación.
Una relación de compañerismo y necesidades mutuas, de
afecto y de camino compartido. Podríamos llamarla –sin
extrañarnos- una relación de amistad.
¿Es descabellado
lo planteado? No se, pero cierra los primeros cabos sueltos por lo
menos. ¿Podríamos analizarlo un poco más a
fondo? Seguro, pero por hoy, esto es lo que puedo dar. Más no.
El refrán indica que no hay que pedirle peras al olmo. Pero
quien te dice… Tal vez en un futuro las peras caigan de los olmos,
los perros y los gatos vayan juntos, y aquel hombre le
tome la mano a aquella mujer, y puedan recorrer algunas calles haciéndose compañía.
CÉSAR EDERY
Paris
“Dieron las cuatro
con su nombre en los labios”
(Bárbara Durand)
Frente a Jazmín, resplandeciente, la Torre Eiffel. Su mirada elevándose
para tratar de observar el extremo más alto.
Dan las cuatro.
Los bracitos pegados al cuerpo. Expectante. No puede creerlo,
sencillamente. Muchos esfuerzos para estar allí, parada en el exacto lugar que
soñaba cada día.
Lo está esperando. El viene de Suiza.
Se conocieron en la primavera del año pasado. Desde entonces venían
manteniendo largas charlas por msn. Jazmín iba a trabajar dormida. Le costaba
despedirse de Diego.
Cada noche, antes de cerrar sus ojos se preguntaba si era posible sentir esa
revolución en su interior por él, cuando en realidad apenas lo conocía por
algún que otro retrato. Pasaban largas horas enviándose fotos de cada uno. Por
supuesto ella las seleccionaba con cuidado. A veces, cuando volvía del trabajo,
se tomaba unos cuantos minutos para determinar cuáles serían las elegidas. Temía
dejar de gustarle. Temía que se enamorara de otra mujer.
El sueño de Jazmín siempre había sido conocer París, “la ciudad del amor”.
Y desde que conoció a Diego enseguida se le ocurrió encontrarse con el allí.
A partir de entonces, leyó historias de gente que se enamoraba en esa bella
ciudad. Y casi como una obsesión, se
sumergió en un mundo de fantasías del cual ya no pudo escapar. Pero ella estaba
contenta, sólo restaba hacerle la propuesta a Diego. Tomó coraje, segura de
recibir un sí, y enfrentó la situación.
Aquel día llegó a su casa luego de trabajar casi sin descanso. Se conectó.
Esperó que él lo hiciera. Y tímidamente, como si Diego se encontrara junto a
ella, mirándola a los ojos, le contó su idea.
El se tomó unos minutos para responder. Eso la inquietó. Hizo un máximo
esfuerzo para no comenzar con sus pensamientos rumiantes.
Luego de unos minutos, Diego le contestó:
-
No conozco París.
Desde esa respuesta en adelante la vida de Jazmín consistió en llevar a
cabo los preparativos que generaba un viaje de semejante magnitud. Estaba
ansiosa. Jamás había viajado al exterior.
Llegó el día y estaba exhausta. Era ella quien se había encargado de todo.
Tal es así, que sentía la presión de que todo saliera como lo había planeado.
Cada segundo repasaba en su mente todo lo que había empacado. No quería
olvidar nada. Llevaba casi como un amuleto una agenda con todas las direcciones
de hospedajes, regalos que debía comprar para su familia y una pequeña listita
de perfumes.
Su familia había ido a despedirla al aeropuerto. Se sentía una niña.
El último adiós se lo dio su madre. Mientras Jazmín subía las escaleras, al
tiempo que agitaba su mano para saludarla, vio como se secaba sutilmente los
ojos con un pequeño pañuelo que estilaba llevar en esas ocasiones.
Las horas de vuelo transitaron lentas, hasta que por fin
aterrizó.
Era de mañana y con un taxi se dirigía al hotel que había alquilado y que
quedaba a unas pocas cuadras de la torre. A las tres de la tarde se encontraría
con Diego tal como habían acordado. La ansiedad le oprimía el estómago. Siempre
le ocurría lo mismo.
Daba vueltas en el cuarto del hotel pensando qué ponerse para deslumbrarlo,
aunque al mismo tiempo tenía ganas de un atuendo sencillo que correspondiera
más a su estilo.
Fue así que optó por un trajecito color natural que su madre le había regalado
para su cumpleaños. Apenas se maquilló. Se perfumó como lo hacía siempre que
estaba contenta y salió al encuentro.
Decidió ir caminando. Aquellas cuadras parecían infinitas. Sus esfuerzos
por mantener la mente en blanco no eran tan poderosos como para evitar que un
torbellino de imágenes diera el presente.
Y llegó.
Hipnotizada se para frente a la torre para contemplarla. Luego se sienta en
una banquetita junto a los árboles que la rodean y espera.
Sigue esperando.
No quiere darse por vencida, aguardará un rato más.
Dan
las cuatro.
No
le sale pronunciar su nombre.
Siempre Viajamos al futuro
Los viajes que decidimos hacer siempre nos llevan al futuro. Al tomar un taxi, un colectivo, un avión o un barco, o cualquier medio que nos transporte físicamente de un lugar a otro; en todos los casos -si le prestamos atención a la hora de partida y a la de llegada- el destino se aloja en un futuro, siempre habremos dejado atrás aquel pasado que se mide en kilómetros o millas. Siempre, pero siempre, más adelante nos espera el futuro. Aquel ansiado porvenir.
Lo raro es cuando nos proponemos viajar al pasado. O cuando lo hacemos sin proponerlo, sin saber adónde estamos viajando. Ahí lo físico le deja su lugar a la mente. Y casi siempre ella nos manipula de tal manera, que en la búsqueda de aquellos recuerdos encajonados en nuestra cabeza, podemos sufrir, desesperar y hasta salir lastimados. Las estadísticas demuestran que los accidentes viales dejan una cantidad importante de muertes diarias en todo el mundo, pero los números no entienden de sueños y de amores. Ellos no saben interpretar nuestras desventuras y fracasos. Nunca pude ver un gráfico de barras que me explique porqué el nudo en la garganta y el vacío en el corazón se relacionan con las lágrimas y la desesperación de la soledad; o porqué la frustración te paraliza y te deja ausente momentáneamente, como si fuéramos un ente desconectado del resto. Algo latente y apartado.
Tal vez sea hora de que los matemáticos empiecen a investigar estos temas. Que se adentren en las percepciones, en sus relaciones y consecuencias, y las trasladen -de una vez por todas- a números concretos ubicados en manuales, tablas de valores o periódicos matutinos; en donde cualquier mortal pueda recurrir para explicarse a sí mismo las causas del desamor y del fracaso. Saber porqué fueron abandonados, porqué su corazón fue roto. Poder explicarnos si estamos listos para volver a enamorarnos o si seguimos llorando sentados en un rincón de la habitación, con las palmas de las manos en el rostro; escondiendo nuestras lágrimas y a su vez, no dejando escapar nuestro frágil corazón con algún grito desesperado.
CÉSAR EDERYLos Rosales
Era mayo, era tiempo de infinita soledad.
En su cuerpo cansado los años se notaban. En su mirada, ahora apagada, pero con cierto brillo de ingenuidad, podían adivinarse sentimientos de añoranzas.
Sus manos, ya frágiles, hablaban, narraban historias de trabajo y sacrificio.
Pero sus ojos y sus manos no mostraban las marcas de su corazón.
Corazón endurecido y luego ablandado, corazón que fue cerrado y abierto, herido y sanado. Corazón enmudecido, que más tarde había gritado.
Tanto había caminado…, tanto, como caminos encontrados.
Ahora era mayo, y sus horas eran lentas.
Los rosales habían florecido nuevamente. No era muy común.
Tal vez las rosas se mostraban tan hermosas para atenuar la soledad, para despedirse de la mejor manera.
En diciembre los festejos, enero y febrero los niños, marzo la cosecha, abril los últimos arreglos generales, mayo…
Decidió salir a dar un último paseo, y despedirse de sus flores y de esos frutales que habían estado siempre, brindando sus frutos y semillas, escondiendo entre sus ramas sus secretos mejor guardados.
El atardecer avanzaba y el cielo se iba oscureciendo.
Sí, sonrió, sus secretos aún estaban bien guardados entre las hojas, que no parecían querer secarse todavía.
Está bien, se dijo, ya es tiempo.
Se sentó lentamente en el banco de madera que miraba hacia los naranjos, y dejó que el viento tomara su vida y se llevara lejos sus recuerdos.
Era mayo.
PAULA DI CROCE
La cita
Allí está, puedo verla. Ha pasado tanto tiempo…
No puedo acercarme y dejar que me vea. Comenzaría un interrogatorio demasiado complicado. Sería un golpe duro enterarse de ciertas cosas, aceptar lo inaceptable.
Pero sé que me está esperando. Así fue acordado, este día, a esta hora.
Se ve desolada. Quisiera abrazarla, consolarla. Explicarle que no estaba equivocada, que no está equivocada.
Se quedará un rato esperando, y no tiene sentido seguir observándola, si no puedo hablarle.
Se me ocurre hacer algún ruido para que voltee y me vea. Pero no debo. Es mejor así.
Ella sabe que no voy a presentarme, pero aún así me espera. Necesita saber.
Conozco cada gesto en su rostro, y qué está sintiendo ahora. Puedo ver qué está pensando. Y hasta creo que no gira su cabeza para no obligarme a descubrirme.
Tengo mucho para decirle, cosas que realmente la aliviarían y, tal vez, cambiarían su rumbo. Tal vez sí, le serviría la información, tal vez…
No, calma. No tiene sentido dejarse llevar por la emoción de verla. No es cierto que pueda ayudarla. No puedo permitirme esa debilidad.
¡Pero Dios, Cuesta! Ahora siento sus lágrimas.
Desea tanto hablar conmigo, está tan perdida…
Este encuentro fue planificado hace demasiado tiempo.
Lo recuerdo muy bien, fui yo quien puso la fecha. Fui yo y fue ella.
Me prometí que el día que cumpliera 20 años, en esta plaza, en ese banco, me esperaría a mí misma. A mi yo del futuro, que vendría para decirme todo lo necesitaba saber.
Ahora estoy aquí. Mirándome.
Y aún no me decido…
PAULA DI CROCE
El camino
El camino se hacía cada vez más difícil de recorrer. No entendíamos por qué debíamos seguir subiendo. El guía era alguien muy difícil de abordar, demasiado hermético. Se molestaba con cada pregunta y sus respuestas eran escuetas, lo cual, creaba mayor incertidumbre en el grupo.
Pero teníamos que confiar. No había otra alternativa. Era confiar en él o perdernos.
Ya hacía mucho que caminábamos y casi todo el trayecto había sido cuesta arriba. La mayoría de nosotros estábamos agotados.
Tal vez había más de un arrepentido. Sí, podía verse en algunos rostros.
Pero seguíamos al guía casi sin hacer comentarios. Era mucha la expectativa.
Finalmente, arribamos a una especie de gruta que, al parecer, no era muy frecuentada por seres humanos.
Comenzamos a penetrar en una caverna. El guía encendió una antorcha, nosotros, nuestras linternas.
Debemos haber recorrido más trayecto por el interior de la caverna, que el que nos llevó a ella. Y cada vez, costaba más, la caverna se hacía más húmeda y oscura. Pero nuestros corazones se aceleraban y la energía se renovaba.
Las luces de las linternas se movían por las paredes, subían y bajaban, recorriéndolo todo.
Entonces, el guía se detuvo. Aquí, dijo.
Todas las linternas enfocaron en la misma dirección.
Era una especie de puerta, que al empujarla se abría.
El guía se apartó para permitirnos el paso, lo cual creó una pequeña confusión. Algunos retrocedieron, hubo risas nerviosas. Nadie tomaba la iniciativa.
Pero no habíamos llegado hasta allí para no dar ese paso.
Ante nosotros estaba eso que tanto habíamos anhelado.
Entramos. A partir de entonces comenzó el verdadero viaje.
…………………………………..
De mis compañeros de grupo, no tengo noticias, aunque intuyo qué pasó con cada uno.
Yo sigo adelante, ahora me guía el camino.
No sé hasta dónde llegaré. Pero sé, que pase lo que pase, ya no puedo retroceder en este viaje hacia el interior de mi propio ser…
PAULA DI CROCE
PAULA DI CROCE
LA MUERTE ESTABA AHÍ
La muerte estaba ahí. Escalofriantemente cerca como para que nos viéramos y cruzáramos miradas, pero por suerte, suficientemente lejos para sentir su presencia sin alarmarme del todo. Había aparecido ya hacía dos días, y no había lugar en el que no la viera detrás de alguna puerta o entre medio de la multitud.
La verdad es que no tiene el aspecto que cualquiera esperaría encontrar al verla. No lleva capa ni capucha negra, ni tiene la guadaña en la mano. Sino que uno puede percibir su condición de una manera muy sencilla. La muerte te dice que es ella al mirarte. Puede ser un chico, una mujer o un anciano. Puede ser cualquiera. Pero te das cuenta. Te interpela de una manera de la que no hay forma de escapar. No podés hacerte el tonto.
Al principio no lo tomé como un problema. O mejor dicho, no pensé que fuese un problema. Con menos de 30 años no podría pasarme nada. Comencé a imaginar mi propio final, pero lo hacía como un juego. Imaginaba cayéndome de las escaleras, o siendo asaltado y asesinado; y hasta llegué a pensar en un probable suicidio. Pero no, eso no era para mí. En realidad todo era para dejar de pensar en la muerte. Hasta que la ficha me cayó de una vez por todas, y en ese instante, la cabeza estalló. Ahí no pude dejar de pensar en mi muerte. En la muerte real, para siempre.
Entonces la encaré. Fui decidido y le pregunté qué necesitaba. Por qué me miraba, y cuándo sería mi fecha. Y el verdadero problema apareció en ese instante. La muerte venía a informarme que, en primera medida, no me iba a morir, sino que viviría el resto de los días de la humanidad venidera. Sería inmortal. Pero también, y lo peor viene acá, había sido seleccionado para ser su nuevo empleado. Ser uno más en el batallón de los que van en busca de futuros decesos, ser uno más de los que buscan la muerte ajena.
Y aquí estamos, yo contándote mi historia, y tú, demasiado atento.
Pasemos a lo realmente importante…
CÉSAR EDERY
LA IMAGEN
Un día La Imagen se dio cuenta que era partícipe de un sueño, que era la representación de alguien en un sueño. Entendió que sus recuerdos, eran en realidad los sueños de otro ser. Alguien totalmente desconocido.
A partir de ese momento, sus días cambiaron. Toda su dedicación iba a estar puesta en la búsqueda del soñador, en encontrar al dueño de su vida, en conocer al dueño de sus ojos. La primera reacción fue recordar, pero la mayoría de las imágenes eran borrosas. Cuando la imagen provenía de su mirada, las cosas eran claras; pero cuando él entraba en el cuadro, cuando se veía de cuerpo entero en el sueño mismo, su rostro era difuso. La segunda alternativa fue el espejo, pero tampoco resultó. No lograba ver nada. No es que él no estuviera en el espejo, sino que no reflejaba nada. Era como una ventana sin paisaje, como un agujero sin final, la oscuridad total.
Lo único que tenía en su mente era el presentimiento, la certeza de que cuando encontrara al soñador se daría cuenta al instante, algo cambiaría en su interior, una alama sonaría en su cabeza. Entonces emprendió la búsqueda. Recorría las calles mirando a todos, fijando su vista en los ojos de cada persona que se cruzaba; caminando ciudades, pueblos, playas, paisajes desiertos y los lugares menos pensados.
Así transcurrieron días, meses y hasta años. Su esperanza fue desapareciendo a medida que pasaba el tiempo, y su búsqueda le fue dejando lugar a su antigua vida, aquella en la que no sabía de él como Imagen, ni del otro como soñador. Volvieron a pasar años de ésta vida extraña, pero normal; ésta vida de trabajo diario, de desayuno, almuerzo y cena; y otra vez desayuno, almuerzo y cena. Tuvo días malos en los que perdió algún trabajo, discutió con cierta efervescencia, o puteó en un grito ahogado al martillarse un dedo o cuando se le quemó la comida. También tuvo momentos excelentes como ver amanecer en la playa, reírse a carcajadas, o el día que se enamoró.
Ése fue el punto de inflexión. Lo que tanto había buscado, estaba frente a sus ojos. La mujer que besaba todas las mañanas, la que compartía sus almuerzos, con la que muchas noches había hecho el amor; era la dueña de sus días. La persona que soñaba noche tras noche, la soñadora que lo tenía como protagonista principal de sus sueños. Pero La Imagen nunca se dio cuenta de eso, siempre pensó que esa extraña sensación que sentía en el estómago al besarla, y al mirarla a los ojos, era lo que todo el mundo llamaba estar enamorado.
CÉSAR EDERY
LA DECISIÓN
Finalmente se hundió bajo el mar. Después de ser golpeado por una ola tras otra, desapareció en las aguas saladas a medianoche.
Carlos Fond había decidido suicidarse esta misma tarde, cuando la oscuridad la transformaba en noche. Hacía varias semanas que no estaba bien. No comía, no dormía y tampoco vivía. En los últimos días había dejado de ir al trabajo y ya no atendía el teléfono. La separación definitiva con su mujer lo tenía a mal traer, pero no poder ver a su hija Mercedes era lo que realmente lo afectaba. Le sacaba infinitas lágrimas de sus ojos, y también del corazón y del alma. Ya no sabía como llorar, pero no podía parar de hacerlo. Y tampoco podía parar de tomar de esa botella. De esa y de las otras. La bebida lo transformaba, o lo desnudaba, según como se mire. Lo hacía gritar, putear y hasta golpear. Hacía meses que maltrataba a su mujer. La última vez que vio a su hija fue el día que le pegó con el revés de la mano derecha.
Esta tarde, mirando un portarretratos con la única foto que tenía de Mercedes, volvió a llamar a la casa de sus suegros. Era la décima vez que telefoneaba, pero no contestaban. Ayer tampoco lo habían hecho, como el resto de los días desde que se habían escapado de él. La depresión le venció el brazo en la pulseada de estas últimas horas de soledad, y salió decidido hacia la playa.
Caminó veinte cuadras con la mente maquinando sin parar, cruzó la Avenida Costanera y sus pies tocaron la helada arena de medianoche. El remolino mental paró de repente. Se dio cuenta que estaba descalzo, y que en la mano todavía tenía el portarretrato de su pequeña. Lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón, y caminó hacia la rompiente. La primera ola le golpeó las rodillas, y para la segunda, su cuerpo ya estaba con el agua hasta la cintura. Carlos sintió que el mar estaba fuerte y que cuando las olas volvían de romper en la orilla, lo chupaban hacia adentro. De repente se zambulló debajo de una montaña de agua y nadó hasta que los brazos le dijeron basta. Giró su cuerpo y todavía divisaba la arena seca alumbrada por la luz de la luna. Sus piernas habían dejado de patalear varios metros detrás. Estaba agitado y no dejaba de tragar agua, pero no sabía que hacer.
Su cabeza empezó a correr desaforadamente otra vez, y las imágenes se repetían sin cesar. Pensaba en su hija y en su mujer. Recordaba los ojos llorosos de ellas después del cachetazo y como desaparecieron detrás de la puerta. Cada vez que escupía el agua salada que se le metía en la boca, volvía a recordar. Eran como puntos y aparte en esa sucesión de imágenes. El instinto por mantenerse a flote empezó a flaquear, y Carlos Fond se desesperó cuando su cabeza se hundió y le costó responder. Al instante salió a la superficie, respiró como nunca lo había hecho en su vida y divisó a un poco más de un metro, la foto de Mercedes flotando sobre una pequeña ola. Estiró el brazo para recogerla, pero el peso muerto de la mano al caer al mar hizo que se hundiera nuevamente. Esta vez, los segundos que estuvo inmerso, le parecieron horas. Luchó varias veces por alcanzar el portarretrato, pero el cansancio pudo mas. Miró como se hundía para siempre, sin poder hacer nada, y se dejó morir.
Un par de minutos después sintió que sus pies tocaban la arena. En donde hizo pie, una ola lo golpeó en la nuca y lo hizo revolcar hasta la orilla. Se quedó tirado varias horas en ese lugar, mientras la marea lo rozaba cada tanto. Los primeros rayos de sol comenzaron a molestarle en los ojos llenos de arena, y se incorporó lentamente. Lo primero que pensó fue en Mercedes. Sintió el gusto salado de sus lágrimas que tocaban sus labios, y empezó a correr hacia el centro comercial de la ciudad. Exactamente a las siete menos diez sonó el timbre en la casa de los suegros de Carlos Fond. La madre de Mercedes la alzó, y juntas fueron hasta la puerta para ver quien podría ser a esa hora de la mañana.
CÉSAR EDERY
PENSAMIENTOS PROPIOS
1
No puedo creer la actitud egoísta de mi marido. Miro sus ojos, su boca, sus gestos. Me parecen horribles. Mueve los labios como diciendo algo, pero ya no lo escucho. Tampoco me interesa. Sólo quiere cumplir con su pegajosa deuda, y mis pedidos le pasan por el costado. Además ahora me grita, como si mis opiniones y mis intenciones no tuvieran valor. Lo odio.
2
En algunas calles parecería que hace mucho más frío que en otras. Y en ciertas esquinas de Buenos Aires a veces se forman remolinos de viento, hojas y basura; tan molestos como fascinantes. Me faltan tres cuadras para llegar a la casa de Pepe. Hace dos años que me debe guita, y ayer me dijo que tenía lo mío. No me gustaba para nada llamarlo casi todas las semanas, pero si no lo hacía, él dejaba pasar los días como agua.
3
En ese griterío tan lleno de gestos e insultos, de pronto le bajé los brazos con dulzura y le susurré al oído mi parecer. A veces a las fieras indomables se las calma con música clásica; yo había aprendido a domar a Pepe de forma parecida. Creo que poco a poco fue comprendiendo la necesidad que yo tenía por ése préstamo. Invertir en aquél negocio era algo que no podía dejar pasar. No se lo dije, pero también era mí independencia monetaria y sentimental. Esto último motorizaba mis deseos.
4
Antes de tocar el timbre pisé una baldoza floja. El agua repugnante que se había juntado debajo de ella, ahora estaba en mi pantalón y en mi zapato derecho. Nunca entendí porque este tipo cada tanto me pedía plata. En su parroquia la gente dejaba demasiado dinero, y creo que le sobraba, tanto para su vida de pastor, como para la otra. Los comentarios rondaban con facilidad en el barrio, y uno decidía si creerlos o no. El juego y la bebida se repetían en boca de chismosos, pero igual los sábados y domingos de misa, no quedaban lugares vacíos cuando él hablaba.
5
Escuchamos el timbre y Pepe salto de su silla para ir a contestar. Lo tomé del brazo y le recordé lo hablado. Me pidió que lo dejara de joder y que si quería algo, que lo hable directamente con el prestamista. Desde el palier apenas se escuchaban murmullos y yo esperaba impaciente. Sabía como romper el hielo con aquel hombre, solo restaba que mi marido nos dejara solos.
6
Me guardé el fajo de billetes de dos y cinco pesos en el bolsillo del saco, y el apretón de manos dió punto final a la deuda. Hablamos unos minutos de cualquier cosa. Entre el collage de palabras que salían de la boca del pastor, recordé que en la bandeja de limosnas, lo que mas abunda son los billetes de dos y cinco, justamente. Cuando buscaba el silencio para despedirme, me comentó que Marta necesitaba charlar conmigo. Lo único que recordaba de aquella mujer eran las curvas de su cuerpo, y como se esforzaba en mostrarlas. Me parecía demasiado para ser la mujer de este tipo.
7
Pepe nos presentó. Miguel Mártin era el nombre del prestamista. Ahora comprendo porque se hacía llamar el inglés. La acentuación en la “i” lo hubiese hecho pasar como un porteño mas, pero parece que su ego era tan fuerte que podía mover acentos. También era despreciable. Me saludó con ese rostro colorado y sudoroso, y yo sólo atiné a sonreír. No me importaba toda esta farsa, mis objetivos los tenía bastante claros.
8
Cuando el pastor cerró la puerta éramos solo ella y yo. Esta habitación llena de libros y diarios viejos, nos obligó a mirarnos a los ojos. Desde el primer segundo esperé alguna insinuación. Sabía que el pedido de dinero vendría acompañado de una forma especial de pago. A éste tipo de mujeres las conocía bien; tanto hermetismo, por algún lado se escapa. Comenzó hablando de negocios y cruzó las piernas de una manera no habitual. Cuando sacó su segundo cigarrillo del paquete, le alcancé el encendedor entre mis manos, y al acercarse dejó ver que debajo de la blusa no llevaba sostén.
9
Ni bien terminé de explicarle cuanto dinero necesitaba, comenzó con ésa sonrisa enferma. Preguntó varias veces como pensaba pagarle y yo no podía dejar de mirar esos dientes que brillaban como oro en su boca. Corrí la mirada y haciéndome la distraída miré los libros de la repisa superior, mientras jugaba con el cigarrillo entre mis manos inquietas. Sabía que lo inevitable estaba por suceder, me costaba mirarlo. En esos segundos, mi imaginación me devolvió imágenes horrendas. Sabía que Pepe no entraría a la habitación, pero rogaba que el picaporte no se moviera ni una vez. De pronto sentí el calor de su piel en la mía. Su respiración se acerco a mi boca y me apretó con fuerza. Yo seguía sin poder mirarlo. Lo ayudé a desprenderme el corpiño, mientras el se ocupaba de su pantalón. Podía, pero no quería resistirme. Necesitaba ese dinero, y sabía que no saldría de mi marido.
10
Que ingenua Marta. Piensa que hablando conseguirá unos cuantos billetes. Le faltan varios metros en esta carrera. Y el otro peor aún. Que infeliz debe ser. Seguramente el mundo de Miguel Mártin está cubierto enteramente de dinero. Cree que todo lo lograra mostrando su billetera. Mi esposa y el inglés encerrados ahí adentro. Lo acotado de sus cerebros creo que les impedirá llegar a algo. ¿Qué diablos estarán pensando cada uno? ¿Habrán terminado ya?
CÉSAR EDERY