sábado, 26 de diciembre de 2009

Pensamientos propios


1
 
No puedo creer la actitud egoísta de mi marido. Miro sus ojos, su boca, sus gestos. Me parecen horribles. Mueve los labios como diciendo algo, pero ya no lo escucho. Tampoco me interesa. Sólo quiere cumplir con su pegajosa deuda, y mis pedidos le pasan por el costado. Además ahora me grita, como si mis opiniones y mis intenciones no tuvieran valor. Lo odio.

2
 
En algunas calles parecería que hace mucho más frío que en otras. Y en ciertas esquinas de Buenos Aires a veces se forman remolinos de viento, hojas y basura; tan molestos como fascinantes. Me faltan tres cuadras para llegar a la casa de Pepe. Hace dos años que me debe guita, y ayer me dijo que tenía lo mío. No me gustaba para nada llamarlo casi todas las semanas, pero si no lo hacía, él dejaba pasar los días como agua.
 
3
 
En ese griterío tan lleno de gestos e insultos, de pronto le bajé los brazos con dulzura y le susurré al oído mi parecer. A veces a las fieras indomables se las calma con música clásica; yo había aprendido a domar a Pepe de forma parecida. Creo que poco a poco fue comprendiendo la necesidad que yo tenía por ése préstamo. Invertir en aquél negocio era algo que no podía dejar pasar. No se lo dije, pero también era mí independencia monetaria y sentimental. Esto último motorizaba mis deseos.
 
4

 Antes de tocar el timbre pisé una baldosa floja. El agua repugnante que se había juntado debajo de ella, ahora estaba en mi pantalón y en mi zapato derecho. Nunca entendí por qué este tipo cada tanto me pedía plata. En su parroquia la gente dejaba demasiado dinero, y creo que le sobraba, tanto para su vida de pastor, como para la otra. Los comentarios rondaban con facilidad en el barrio, y uno decidía si creerlos o no. El juego y la bebida se repetían en boca de chismosos, pero igual los sábados y domingos de misa, no quedaban lugares vacíos cuando él hablaba.
 
5
 
Escuchamos el timbre y Pepe salto de su silla para ir a contestar. Lo tomé del brazo y le recordé lo hablado. Me pidió que lo dejara de joder y que si quería algo, que lo hablara directamente con el prestamista. Desde el palier apenas se escuchaban murmullos y yo esperaba impaciente. Sabía como romper el hielo con aquel hombre, solo restaba que mi marido nos dejara solos.
 

6
 
Me guardé el fajo de billetes de dos y cinco pesos en el bolsillo del saco, y el apretón de manos dio punto final a la deuda. Hablamos unos minutos de cualquier cosa. Entre el collage de palabras que salían de la boca del pastor, recordé que en la bandeja de limosnas, lo que más abunda son los billetes de dos y cinco, justamente. Cuando buscaba el silencio para despedirme, me comentó que Marta necesitaba charlar conmigo. Lo único que recordaba de aquella mujer eran las curvas de su cuerpo, y cómo se esforzaba en mostrarlas. Me parecía demasiado para ser la mujer de este tipo.

 7

Pepe nos presentó. Miguel Mártin era el nombre del prestamista. Ahora comprendo por qué se hacía llamar el inglés. La acentuación en la “i” lo hubiese hecho pasar como un porteño más, pero parece que su ego era tan fuerte que podía mover acentos. También era despreciable. Me saludó con ese rostro colorado y sudoroso, y yo sólo atiné a sonreír. No me importaba toda esta farsa, mis objetivos los tenía bastante claros.
 
8
 
Cuando el pastor cerró la puerta éramos solo ella y yo. Esta habitación llena de libros y diarios viejos, nos obligó a mirarnos a los ojos. Desde el primer segundo esperé alguna insinuación. Sabía que el pedido de dinero vendría acompañado de una forma especial de pago. A éste tipo de mujeres lo conocía bien; tanto hermetismo, por algún lado se escapa. Comenzó hablando de negocios y cruzó las piernas de una manera no habitual. Cuando sacó su segundo cigarrillo del paquete, le alcancé el encendedor entre mis manos, y al acercarse dejó ver que debajo de la blusa no llevaba sostén.
 
9
 
Ni bien terminé de explicarle cuánto dinero necesitaba, comenzó con ésa sonrisa enferma. Preguntó varias veces cómo pensaba pagarle, y yo no podía dejar de mirar esos dientes que brillaban como oro en su boca. Corrí la mirada y haciéndome la distraída miré los libros de la repisa superior, mientras jugaba con el cigarrillo entre mis manos inquietas. Sabía que lo inevitable estaba por suceder, me costaba mirarlo. En esos segundos, mi imaginación me devolvió imágenes horrendas. Sabía que Pepe no entraría a la habitación, pero rogaba que el picaporte no se moviera ni una vez. De pronto sentí el calor de su piel en la mía. Su respiración se acerco a mi boca y me apretó con fuerza. Yo seguía sin poder mirarlo. Lo ayudé a desprenderme la blusa, mientras él se ocupaba de su pantalón. Podía, pero no quería resistirme. Necesitaba ese dinero, y sabía que no saldría de mi marido.
 
10
 
Que ingenua Marta. Piensa que hablando conseguirá unos cuantos billetes. Le faltan varios metros en esta carrera. Y el otro peor aún. Que infeliz debe ser. Seguramente el mundo de Miguel Mártin está cubierto enteramente de dinero. Cree que todo lo logrará mostrando su billetera. Mi esposa y el inglés encerrados ahí dentro. Lo acotado de sus cerebros creo que les impedirá llegar a algo. ¿Qué diablos estará pensando cada uno? ¿Habrán terminado ya? ¿Podré ver algo a través del ojo de la cerradura?

Autor: CÉSAR EDERY
Correctora de textos: PAULA DI CROCE