domingo, 10 de enero de 2010

La decisión














Finalmente se hundió bajo el mar. Después de ser golpeado por una ola tras otra, desapareció en las aguas saladas a medianoche.
Carlos Fond había decidido suicidarse esa misma tarde, cuando la oscuridad la transformaba en noche.
Hacía varias semanas que no estaba bien. No comía, no dormía. Tampoco vivía. En los últimos días había dejado de ir al trabajo y ya no atendía el teléfono. La separación definitiva de su mujer lo tenía a mal traer, pero no poder ver a su hija Mercedes era lo que realmente lo afectaba. Le sacaba infinitas lágrimas de sus ojos, y también del corazón y del alma. Ya no sabía cómo llorar, pero no podía parar de hacerlo. Y tampoco podía parar de tomar de esa botella. De esa y de las otras. La bebida lo transformaba, o lo desnudaba, según cómo se mire. Lo hacía gritar, putear y hasta golpear. Hacía meses que maltrataba a su mujer. La última vez que vio a su hija fue el día que le pegó con el revés de la mano derecha.
Esta tarde, mirando un portarretratos con la única foto que tenía de Mercedes, volvió a llamar a la casa de sus suegros. Era la décima vez que telefoneaba y no contestaban. Ayer tampoco lo habían hecho, como el resto de los días desde que se habían escapado de él. La depresión le venció el brazo en la pulseada de estas últimas horas de soledad, y salió decidido hacia la playa.
Caminó veinte cuadras con la mente maquinando sin parar, cruzó la Avenida Costanera y sus pies tocaron la helada arena de medianoche. El remolino mental paró de repente. Se dio cuenta de que estaba descalzo, y de que en la mano todavía tenía el portarretratos de su pequeña. Lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón, y caminó hacia la rompiente. La primera ola le golpeó las rodillas, y para la segunda, su cuerpo ya estaba con el agua hasta la cintura. Carlos sintió que el mar estaba fuerte y que cuando las olas volvían de romper en la orilla, lo chupaban hacia adentro. De repente se zambulló debajo de una montaña de agua y nadó hasta que los brazos le dijeron basta. Giró su cuerpo y todavía divisaba la arena seca alumbrada por la luz de la luna. Sus piernas habían dejado de patalear varios metros detrás. Estaba agitado y no dejaba de tragar agua, pero no sabía qué hacer.
Su cabeza empezó a correr desaforadamente otra vez, y las imágenes se repetían sin cesar. Pensaba en su hija y en su mujer. Recordaba los ojos llorosos de ellas después del cachetazo y como desaparecieron detrás de la puerta. Cada vez que escupía el agua salada que se le metía en la boca, volvía a recordar. Eran como puntos y aparte en esa sucesión de imágenes. El instinto por mantenerse a flote empezó a flaquear, y Carlos Fond se desesperó cuando su cabeza se hundió y le costó responder. Al instante salió a la superficie, respiró como nunca lo había hecho en su vida y divisó, a un poco más de un metro, la foto de Mercedes flotando sobre una pequeña ola. Estiró el brazo para recogerla, pero el peso muerto de la mano al caer al mar hizo que se hundiera nuevamente. Esta vez, los segundos que estuvo inmerso, le parecieron horas. Luchó varias veces por alcanzar el portarretratos, pero el cansancio pudo más. Miró como se hundía para siempre, sin poder hacer nada, y se dejó morir.
Un par de minutos después sintió que sus pies tocaban la arena. Donde hizo pie, una ola lo golpeó en la nuca y lo revolcó hasta la orilla. Se quedó tirado varias horas en ese lugar, mientras la marea lo rozaba cada tanto.
Los rayos de sol comenzaron a molestarle en los ojos llenos de arena, y se incorporó lentamente. Lo primero que pensó fue en Mercedes. Sintió el gusto salado de las lágrimas que tocaban sus labios, y empezó a correr hacia el centro comercial de la ciudad.
Exactamente a las siete menos diez, sonó el timbre en la casa de los suegros de Carlos Fond. La madre de Mercedes alzó a su hija, y juntas fueron hasta la puerta para ver quién podría ser a esa hora de la mañana.
Autor: CÉSAR EDERY
Correctora de textos: PAULA DI CROCE

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