Mariano miraba el piso. Sentado en
su silla de todos los martes, miraba la alfombra corroída de
la sala de terapia de la Clínica Sur, y no quería
levantar la cabeza. Hoy no tenía ganas de hablar, y menos de
dar explicaciones. “Recordá, recordá y vas a
entender” le decían; “recordá y vamos a poder
explicarte mejor” lo apuraban los doctores Levy y Ramirez todas las
semanas. Hoy no tenía ganas.
Aproximadamente unos veinte minutos
más tarde, en un vacío que percibió en el aire, Mariano
levantó la cabeza y recorrió la habitación. La
luz matutina entraba desde ambos ventanales que daban al noreste de
la casona, y el reflejo pegaba en la pared blanca y sobre algunos
cuadros que estaban frente a él. Jorge Levy y Manuel Ramirez
charlaban y anotaban cosas en sus cuadernos, pero al ver el
movimiento de Mariano, ambos giraron sus cabezas y le prestaron
atención unos instantes. Levy lo increpó: “¿Y
Mariano, querés contarnos algo…?”. No les contestó
y siguió recorriendo el ambiente con su mirada.
A la izquierda de Ramirez, Mariano
miraba por momentos a Sofía, una chica de unos 23 o 25 años.
En cada sesión aparecía con algún nuevo golpe o
marca en su cuerpo. De lo único que hablaba en las sesiones era de su
novio, de cuanto lo quería y de cuánto la maltrataba.
Al lado de ella estaba la pareja de ancianos de siempre, de unos
setenta y pico de años cada uno. A Mariano lo aburrían
bastante los viejos, siempre con sus conversaciones y sus culpas,
discutiendo entre ellos y pidiéndole explicaciones a los doctores.
Mas a la izquierda estaba la otra pareja, o eso es lo que Mariano
creía. Entraban y se iban de la terapia juntos, siempre se
sentaban uno al lado del otro, y alguna vez los había visto
contarse cosas al oido y reirse. No recordaba muy bien si los había
visto besarse. Por lo menos en la clínica no, pero podía
llegar a imaginarlos. Por ultimo, y cerrando el círculo de
sillas que miraban a los doctores, había un nene. Casi nunca
hablaba, y tampoco interactuaba con el resto. Levy era el que mas
insistía en su caso preguntándo sobre sus padres y
sus hermanos, pero el chico nunca respondía. Mariano solamente lo había escuchado
contestar dos veces. Una vez a Ramirez, al principio de la terapia.
Y la segunda a él mismo.
La Clínica Sur era un centro
de rehabilitación que estaba alejado de la ciudad. Los
pacientes podían tener sesiones todos los días o una
vez por semana, según el caso particular de cada uno. Pero
nunca interrumpían un tratamiento, por duradero o dificil que
éste sea. Tampoco se modificaban los profesionales de cada
paciente. Ésto a Mariano le molestaba mucho, básicamente
porque estaba cansado de dar los mismos discursos y las mismas
explicaciones a Ramirez y a Levy. Y también le molestaba
escuchar a sus compañeros de terapia. Hubo días en que
llegó a sofocarse, a sentirse aturdido, y tuvo que abandonar
la sala para ir a tomar aire a los pasillos que miran al patio
central de la casona.
Los ancianos le producían
cansancio mental, mucho más del que ya tenía antes de
comenzar cada sesión. Lo agotaban las eternas discusiones sin
sentido, los reproches del pasado, el desplante a los doctores. La
extraña pareja también, pero de manera muy diferente. A
Mariano le parecían raros, con cierto morbo y hasta perversos.
Siempre le había llamado la atención las extrañas
cicatrices que ella tenía en sus brazos. En una de sus muñecas
habían rastros de algún intento de suicidio. No sabía
qué pensar de ellos, pero algo los unía con el, no
sabía bien qué era. Podían llegar a estar
monologando por tiempo indefinido, intercalándose en el
discurso. Se complementaban verdaderamente bien, hasta parecían
una misma y única persona.
Despues estaba la chica. Sentía
mucha ambigüedad con ella. No soportaba sus llantos
desconsolados, sus marcas en el rostro y su tristeza permanente; pero
no podía dejar de observarla. Había algo en ella que le
atraía. Su sensualidad y su debilidad se apreciaban en sus
movimientos y también en sus palabras. Eso le gustaba, pero a
la vez lo enfurecía. No podía entenderla. Y por último
estaba el niño. No lograba captar su personalidad. No sabía
porqué estaba compartiendo terapia con un chico de casi 10
años. No entendía la lógica de juntar a todas esas
personas en ésa habitación, en ese grupo. ¿Para
qué compartir sus historias, sus vidas?
Mariano nunca podrá olvidar el
cruce que tuvo con aquel chico -por lo revelador y movilizante-, cuando en
medio de un diálogo entre Levy y Ramirez, el chico comenzó
a mirarlo y logró incomodarlo. Mariano miraba al chico y a los
doctores totalmente desorientado. Volvió a enfocar en el niño
que no le quitaba los ojos de encima y al reposar en los doctores,
estos también lo observaban con cierta levedad. Hasta que
Ramirez recayó en lo de siempre: “¿Qué pasa
Mariano? ¿Viste algo?”. Sin que pase ni un segundo, le
pareció escuchar que el chico susurraba en dirección al
profesional: “Parece mentira. ¿No te das cuenta que no
ayudas a nadie asi? ¿Por qué en lugar de conversar
tanto y hacer garabatos en el cuaderno no relees la historia
clínica?”
Mariano había quedado
totalmente sorprendido con esas palabras que escuchó y miró
a Ramirez. Éste también volvía su mirada hacia
Mariano, y moviendo la cabeza de un lado al otro lo increpó
nuevamente: “Mirame. Mariano, mírame a mi ¿Vas a
recordar?” Refregándose los ojos, y tapándose la cara
con la palma de sus manos, Mariano pasó algunos segundos
intentado pensar. Sentía el murmullo de la sala que comenzaba
a aturdirlo, y decidió hablar; pero cuando levantó la
cabeza el niño seguía observándolo. “Y vos -en
dirección a Mariano- ¿qué mirás con esa
cara de víctima? ¿No te das cuenta que las respuestas
están acá adentro? Pensá un poquito, hacé
el esfuerzo de recordar. Mirá a tu alrededor y recordá.
Si lo hacés todo va a terminar” sentenció el pequeño,
mientras levantaba su remera dejando ver su torso repleto de
lastimaduras y moretones. Después de observar cada una de las
marcas, se dio cuenta que las heridas del niño eran sus
propias marcas de la niñez. Mientras el aire se hacía
espeso y el ambiente se tornaba cada vez más oscuro, Mariano
intentaba repasar las miradas de los presentes en la sala y sentía
que lo que él creía cicatrizado todavía estaba
abierto, sin cerrar del todo, todavía latiendo en su interior.
Mariano volvía a cerrar sus ojos.
La tormenta mental habrá
durado algunos segundos, pero en un momento terminó. El
silencio se apoderó de aquella pulcra y esteril habitación.
Al levantar la cabeza que enfocaba en el piso, Levy y Ramirez seguían
frente a él, observándolo; pero el resto de las sillas
estaban vacías. No había nadie más que ellos
tres. No había ancianos, ni pareja extraña, ni chica
golpeada ni el niño que lo conflictuaba. No había
grupo, no había otros. Sólo él, su mente y los
analistas.
Y el vacío aquel, logró
aclarar ciertas ideas y empezó a acomodar los pensamientos.
Como si las palabras del pequeño -o tal vez aquellas marcas
horribles- lo hubieran golpeado como una maza en el medio de su
frente, de repente empezó a recordar situaciones de su pasado.
Una serie de imágenes circulaban en su cabeza, en donde él
era el protagonista absoluto, conociendo paisajes y lugares,
recordando anécdotas tal cual iban ocurriendo. Pero llegó
un instante en donde algunas caras empezaron a resultarle conocidas.
Y eso lo incomodó de inmediato, comenzó a transpirar y
a cerrar sus ojos para intentar no ver lo que estaba recordando.
Imágenes familiares típicas,
la escuela, el campo deportivo, su habitación; en donde él
era el niño de la sala. Se vió adolescente, besando a
la chica golpeada de la terapia; la vió reir y bailar junto a
él en sus pensamientos. También la vió llorar en
un rincón de alguna habitación. Luego apareció
la pareja de ancianos, pero en diferentes etapas. Los vió mas
jovenes dentro de su hogar, y también los recordó en su
fiesta de graduación. Y en aquella fiesta apareció la
imagen de la chica que formaba la extraña pareja de la sesión.
Lo abrazó con fuerza y corrió hacía la pareja de
ancianos. Su vida estaba pasando delante de sus ojos al recordar.
Pero lo peor estaba por llegar. Y el paso de cada segundo, de cada
minuto, significaba entender.
Luego de esas primeras imagenes,
empezó a recordarse en situaciones que lo espantaron. Se vió
de niño, siendo golpeado por aquel anciano -en realidad su
padre-; mientras su madre lloraba en silencio en otra habitación.
También recordó a su hermana -la chica de la extraña
pareja-, dandolé un beso apasionado. Y ahí mismo se
recordó como el joven que formaba aquella dupla de terapia;
gritando, discutiendo y llorando junto a ella. Luego la vió
muerta en el piso del baño de la casa de sus padres, con las
venas abiertas y el piso totalmente ensangrentado.
En otras imágenes se
encontraba solo, vagando por algunos suburbios con personas extrañas,
aspirando cocaina y tirado en alguna esquina perdida de la ciudad. En
medio de esos recuerdos también aparecia la joven golpeada de
la terapia, discutiendo y gritando junto él, en medio de
calles oscuras. Ella lo insultaba y el la golpeaba desmesuradamente.
La había dejado tirada unas cuantas veces en esos pensamientos
que ya comenzaban a inquietarlo. Sus ojos abiertos no permitian ver
nada. Su mente estaba fuera de control, como tantas otras veces, pero
ahora había podido recordar. Hoy había podido entender
su presente a raíz de repensar su pasado.
La inyección cruzó su
piel y el líquido empezó a correr por sus venas. Levy y
Ramirez lo recostaron en la camilla y lo trasladaron por el pasillo
de la clínica a su habitación. Lo acomodaron en su cama
y se alejaron, cerrando la puerta con la cerradura doble habitual. El
blanco de las paredes se cortaba con el cuero que aprisionaba sus
muñecas y tobillos. Así permanecería por varias
horas ésa tarde y toda la noche; pero aquel día no
había sido como el resto. Y seguramente los que estaban por
llegar tampoco sería iguales a los que había dejado
atrás. Esa noche, mirando por la pequeña ventana que
daba al patio central, esperó con ansias que lleguen las
primeras luces del alba. Quería volver a recordar.
CÉSAR EDERY