Afuera, la tormenta parecía haber terminado.
Las tormentas suelen irrumpir, alborotar y después desaparecer para dejar las huellas de su paso.
Así sentía su corazón: alborotado. Pero sabía que esa tormenta, la interna, tardaría mucho en desaparecer. Mucho más que aquella que veía alejarse a través de la ventana.
Las cargadas nubes se iban abriendo y, detrás de ellas, podía verse un cielo estrellado.
Se acercó al ventanal, y aunque la noche era muy fría, salió a la pequeña terraza que daba al jardín.
La luna llena siempre le había causado una emoción especial. Tan cercana, tan silenciosa. Convirtiéndose en testigo y cómplice; y al mismo tiempo, exhibiendo su magnética luminosidad.
Con el corazón alborotado estaba. Esa mezcla de inquietud, ansiedad, ilusión, miedo, desconcierto; tal vez más sensaciones que no lograba distinguir. Todo junto y desordenado.
Y la gran pregunta: ¿De dónde provienen? ¿De mí?
Otra vez la luna invitando a creer en la belleza. En que de verdad hay un sentido, una razón para todo esto.
Y una vez más, la certeza. Esa que duraba solo un instante, y que aparecía en los momentos más intensos.
La certeza de que es posible despertar el paraíso dormido...
PAULA DI CROCE